
No pretendo emplear uno de los tópicos que con demasiada frecuencia rodean al concepto de Arte, limitado en el imaginario colectivo a manifestaciones únicamente figurativas, de un realismo más o menos veraz y hasta subyugante, y que nos hacen caer en el recurso fácil de atribuir a las obras, en particular si hablamos de escultura, facultades poco menos que humanas. Podría esto valernos para acercarnos al Museo Nacional de Escultura, pero nos incapacitaría para entender la multitud de discursos que transmiten, si el observador es lo suficientemente perspicaz, las piezas del Museo Patio Herreriano. Alberto Campano y Ana Gil, del Área de Conservación Preventiva del primero de ellos, y Cristina Fontaneda, coordinadora de Colección y Exposiciones en el segundo, fueron los encargados de mostrarnos ese «alma» real del Museo, institución que como todo organismo vivo necesita de ésta para su desarrollo: funciones de tipo organizativo, técnico, financiero, de gestión de recursos, de conservación y difusión, y órganos vitales como laboratorios, almacenes, aulas formativas, despachos, bibliotecas y hasta muelles de carga, procesos y elementos que en muchas ocasiones los visitantes (y también los alumnos de este Máster en Habilidades) pasamos por alto.
Tradición viva: El Museo Nacional de Escultura.
El Museo, como hemos dicho, es un ente vivo. Alberto Campano comenzó afirmándolo en una intervención en la que de forma minuciosa y ordenada fue desgranando los retos diarios que supone mantener un Museo como el Nacional de Escultura en funcionamiento: lejos de ser un mero contenedor de piezas a las que hemos decidido atribuir un valor cultural, a las tareas de exposición se suman otras como las de catalogación, conservación, investigación, difusión o educación. Por ello los discursos museográficos han ido cambiando con el tiempo y las demandas de la sociedad, añadiéndose en este caso la dificultad de tener que ceñirlos a un edificio histórico como el Colegio de San Gregorio, erigido en el siglo XV para la formación teológica de los Dominicos. Las limitaciones que ello supone, tanto proyectuales como de funcionamiento, son evidentes: desde la propia accesibilidad, seguridad o evacuación de los visitantes hasta la presentación y distribución de las obras, que deben tener garantizados unos parámetros termohigrométricos y lumínicos adecuados. Sin embargo, en ocasiones la falta de coordinación entre el proyecto de obras, el proyecto museográfico y las posteriores necesidades cotidianas, cóctel al que se añade la particularidad de su gestión como museo estatal, pueden causar ciertas dificultades y retrasos en la toma de decisiones.

Y si Alberto ilustró su discurso gracias a las obras maestras de la imaginería del Renacimiento y Barroco hispano caminando bajo los artesonados de lacerías estrelladas, Ana Gil optó, tras nuestra visita a la antigua capilla de San Benito el Viejo, donde se expone parte de la colección de reproducciones artísticas de escultura clásica, por hablarnos de la figura del coordinador de exposiciones, pero esta vez en el Palacio de Villena, el tercero de los edificios que conforman este heterogéneo Museo. Tuvimos de este modo la oportunidad de conocer todo el proceso previo y posterior a la celebración de una exposición: desde la confección de un listado y la localización de las piezas deseadas, hasta la devolución de las mismas a sus lugares de origen; y entretanto, cartas y formularios de préstamo, transportes, la figura del «correo», los seguros «clavo a clavo», presupuestos, cronogramas, diseño y distribución de espacios y piezas y, cómo no, de nuevo la conservación preventiva como una constante de todo el proceso.
Crear para pensar: El Museo Patio Herreriano.
Tras la hora de la comida (porque no solo de alimento espiritual vive el ser humano, aunque la línea entre ambos sea en Valladolid algo difusa), le tocaba el turno al Museo Patio Herreriano de Arte Contemporáneo Español. Allí nos esperaba Cristina Fontaneda para explicarnos cómo surge este proyecto en 1987 fruto de la colaboración entre el Ayuntamiento de Valladolid y la Asociación Colección Arte Contemporáneo, de carácter privado pero que cede sus fondos al Museo gratuitamente, constituidos éstos por algo más de mil obras. El edificio, sin embargo, abre sus puertas en 2002; se trata de una arquitectura discreta, que rodea al sobrio claustro clasicista trazado por Juan de Ribero Rada a finales del XVI para el Monasterio de San Benito. De nuevo un gran espacio desamortizado y recuperado para usos culturales, aunque quizá acaben en este punto las similitudes con el Museo Nacional de Escultura.

Y es que aquí las piezas no se muestran de la misma forma: la colección no es permanente, sino que las obras se organizan a partir de exposiciones; el nexo de unión puede ser su autor o su tipología, pero en otros casos es el discurso, porque sólo a partir de la teoría puede interpretarse el arte contemporáneo, ése que tiene el poder de generar emociones o reflexiones más allá del disfrute estético. Lógicamente, las necesidades de conservación, catalogación y almacenaje de obras tan diversas en cuanto a materiales, soportes o volumen son casi exclusivas para cada caso. Pero también existe otro problema, el de cómo atraer a un público que no entiende o directamente rechaza este tipo de Arte: talleres, conciertos, concursos, actividades formativas y hasta certámenes gastronómicos intentan resolverlo combinando recursos muy diferentes, pero que juntos pueden generar una emoción positiva en el visitante, animándolo a volver.
¿Acaso el éxito de un proyecto no es nuestro principal objetivo como gestores en Patrimonio Cultural?
José Daniel Navarro García.
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