“Un museo es una institución permanente, sin fines de lucro, al servicio de la sociedad y de su desarrollo, abierta al público, que se ocupa de la adquisición, conservación, investigación, transmisión de información y exposición de testimonios materiales de los individuos y su medio ambiente, con fines de estudio, educación y recreación”. Así es como el ICOM define el concepto de museo. Esta es la concepción que se tiene desde épocas de la Ilustración, sin embargo, en el caso del Museo de la Evolución Humana (MEH), comprendieron que el museo tiene que desarrollar un papel más importante, ha de crear sociedad. ¿Cómo? Generando un acceso democrático a la cultura y tejiendo convivencia, estableciendo un diálogo con su entorno. Lecciones como esta son las que recibíamos como alumnos del máster durante nuestra visita al centro, en la que Alejandro Sarmiento Carrión, director del MEH, nos habló de “Equipamientos culturales y acción cultural”, una clase magistral, con la que aprendimos a ver más allá. A mirar un museo como una casa de cultura de barrio, como un centro de acción social, en el que se incluyen actividades que no necesariamente han de estar ligadas al discurso expositivo pero sí a la comunidad en la que desenvuelve su actividad, haciendo accesible la cultura a todo tipo de público.
Conciertos, conferencias, exposiciones itinerantes, talleres… Esa idea de gestión dista astronómicamente de aquella concepción aburrida y tediosa que tienen muchos humanos de museo como “actividad sin necesidad de comprensión, perfecta para un día de lluvia y una foto en la red social de turno”. Es una verdadera pena que habitualmente se asocie al término “museo” con una especie de exposición o anticuario, como un almacén elaborado de obras de arte, ciencia o de “esas cosas que la gente va a ver cuando no tiene nada mejor que hacer”. Yo me pregunto de quién será la culpa. Sobre todo me lo pregunto cuando visito, precisamente éste, el Museo de la Evolución Humana, que predica con el ejemplo de la buena gestión y que sorprendería hasta al más escéptico y menos interesado en cultura.

A vivir, que son dos días
Cuatro plantas y demasiados siglos para ser contados debidamente siguiendo una pauta. Pero lo han conseguido: han logrado tejer ese hilo conductor capaz de guiarnos a través de los anales de nuestra historia.
La planta menos uno, inicio del recorrido, es la parte más científica, más fáctica. En ella es donde los más de 200 fósiles originales nos facilitan la comprensión de la evolución humana en Europa y del proyecto sobre la Sierra de Atapuerca, con el juego de la tecnología, los contrastes de luz en las galerías, paneles explicativos, vídeos, imágenes…. Y, sobre todo, el discurso de Sergio, nuestro guía. La visita de un museo como este se hace incomprensible, aunque no lo parezca, sin un guía que nos ayude a ver todo lo que tiene para mostrar, que exprima al máximo el tiempo que vayamos a pasar visitándolo. A nadie le gusta perder el tiempo así que, mejor aprovecharlo, ¿no?
Una vez que hemos recorrido los entresijos del inicio de este proyecto y de nuestro inicio como especie, Miguelón nos da permiso para subir a la planta 0. Ascendemos, como pasando al siguiente escalafón en la evolución. Lo primero que vemos es una escultura a escala 1:1 del barco de Darwin (visitable, por cierto), padre de la evolución. Y, de repente, movidos por un giro automático nuestra cabeza ladea hacia su derecha observando un entramado de cables de colores que representan lo más complejo del ser humano, nuestro cerebro. Esta planta cuenta la evolución en términos biológicos. Tras el Cerebro, obra de Daniel Canogar, lo más impactante es ese círculo de representaciones a escala real de los diferentes “homos”, empezando por la querida Lucy.
Establecidos ya los principios biológicos podemos centrarnos en la evolución en términos culturales: hominización y humanización, nombre que recibe el siguiente peldaño o planta primera. Las primeras armas, el fuego, los cazadores y recolectores que todos conocemos, el simbolismo, el arte prehistórico…. De manera interactiva podemos empatizar y conocer y hasta casi palpar su manera de construir su humanidad.

Somos un mirlo blanco
Nos hemos permitido el lujo de observar con la mirada del turista, que ve belleza en lo que otros ven rutina. Nos hemos dejado impresionar para darnos cuenta de que lo importante no es lo que hemos dejado atrás, sino lo que hemos conseguido construir y transmitir.
La sensación de estar en una cueva para recrear el sentimiento donde se encontraron los fósiles, la disposición de juegos y herramientas interactivas para la comprensión del mensaje de una manera apta y divertida para todos los públicos, así como la realidad virtual que entremezcla lo más primitivo de nuestra historia con lo más actual, nos dan muy acertadamente el apunte final para llegar a la última planta de este edificio, que posee un simbolismo pleno. Desde el vértigo que produce estar arriba, en lo alto de este edificio, podemos observar desde su mirador de cristal, todo el proceso evolutivo que hemos tenido que atravesar para llegar donde estamos y donde pocas cosas han ocurrido por casualidad. Pensado al milímetro, estructurado, orientado de tal forma que solo da importancia al contenido del propio museo y al de la ciudad que lo habita, obviando la complejidad del continente, que es ese edificio.
El museo es la casa de nuestra propia historia y, todos queremos que nuestra casa tenga orientación sur y la luz natural de grandes ventanales con buenas vistas. Si a eso le sumamos el calor humano, tendríamos un hogar. Aquí, en el museo de la evolución humana, su “orientación sur” y sus “grandes ventanales con buenas vistas” están a la izquierda. Todo el edificio está orientado a la izquierda. ¿Y eso por qué? Porque cuando miras desde la altiva posición de encontrarnos en lo alto de la cadena evolutiva, desde ese maravilloso mirador que nos permite observar hasta la evolución de la vegetación a lo largo de los siglos, nuestra vista atraviesa los grandes ventanales que con luz natural nos hacen ver y que dirigen nuestra mirada hacia la imponente catedral de Burgos, estableciendo así el diálogo tan necesario entre los equipamientos culturales y la sociedad que los alberga.
Un artículo de Ana Fernández Peral
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